Trabajo Social

Centro penitenciario | Segundas oportunidades

Llegar a un sitio nuevo, en este caso un centro penitenciario, nunca es fácil ni sencillo. No conoces a nadie, no sabes qué va a pasar ni si estarás a la altura de las circunstancias. Sin embargo, era una gran oportunidad de poder ejercer mi profesión; y una parte de mí no podía sentirse más feliz y afortunada.

El primer día

Cruzar la primera puerta y andar con paso firme hasta el puesto de control fue algo complicado. Cargaba a mi espalda con mis propios miedos e inseguridades y, siendo sincera, también de muchos prejuicios. Noticias de profesionales agredidos, de presos problemáticos, de trifulcas complicadas que degeneran en situaciones tensas y difíciles; series, libros y películas que nos muestran, en multitud de ocasiones, historias que no se corresponden con la realidad diaria de un centro penitenciario; o periódicos que informan desde una visión partidista sin tener en cuenta el conjunto de circunstancias que rodean a todos los integrantes del proceso.

Por suerte, el grato recibimiento de quienes serían mis compañeros durante mi breve estancia allí, hizo que mi periplo entre aquellas paredes fuera una de las mejores y más enriquecedoras experiencias profesionales de mi vida; aunque en ese momento yo todavía no era consciente de cuánto iba a dolerme tener que decir adiós al centro penitenciario al que me habían destinado temporalmente como trabajadora social.

¿Qué hace una trabajadora social en un centro penitenciario?

Nos dedicamos a atender las demandas de los penados y sus familias en relación con el exterior y su bienestar social. Si te interesa como acceder a este tipo de trabajo, tienes más información aquí

Nos centramos en dar prioridad a la problemática socio-familiar que ha desencadenado su ingreso en prisión; pero, además, proporcionamos información y asesoramiento sobre distintos trámites; realizamos la gestión administrativa derivada de la atención; ofrecemos apoyo para la reintegración social y ejercemos el seguimiento a los liberados condicionales y a las personas sometidas a penas alternativas.

Durante mi estancia en el centro penitenciario las historias que más se repetían eran las relacionadas con el tráfico de drogas. A raíz de la crisis económica que nos había azotado a nivel nacional, y que parecía afectar de mayor manera a la provincia con más paro de toda España, multitud de personas habían recurrido al transporte de fardos para sacar ingentes cantidades de dinero de manera rápida y sin esfuerzo. Un premio goloso cuyas consecuencias negativas el 99% de los reclusos no había considerado.

Estaba Vicente, un albañil, sin estudios y con tres hijos, que había aceptado conducir un coche centinela -quien va a la cabeza y avisa al coche que lleva la mercancía si hay controles- a cambio de tres mil míseros euros; y que había acabado cumpliendo la pena tras ser arrestado por su primer viaje. Una familia rota, sorprendida ante la decisión de Vicente y que ahora tenía que asumir que toda decisión conllevaba una responsabilidad.

José había optado por montarse en una lancha con droga y cruzar el estrecho; al igual que Manuel o Benjamín, quienes habían sido interceptados por la guardia civil. Por otro lado, estaba el caso de Luis; quien había usado su trabajo en el puerto para mirar para otro lado y permitir la entrada de cocaína.

De una u otra manera, todos ellos llevados por la necesidad o la codicia, habían delinquido desde la ignorancia de lo que conlleva estar encerrado con gente que no conoces, vivir alejado de los tuyos, tener que cumplir unas normas y deber sumisión y respeto a quienes vigilan que el buen orden del centro se mantenga.

También había otras historias menos amables, más duras y despreciables, ante las que tenías que poner tu mejor sonrisa y recordar cuál era tu cometido. Los llamabas por megafonía, te sentabas en la sala de entrevistas y descubrías la cara más pueril del ser humano. Como la de Dúnya, mujer marroquí condenada por tráfico de personas; quien te contaba cómo ayudaba a congoleños y nigerianos a entrar en España a cambio de grandes sumas y obligándoles a ocultarse en camiones en unas horribles condiciones. O los casos de Antonio, Carlos y Rubén condenados por violencia de género; quienes nunca eran capaces de decirme cuál era el motivo que los había llevado allí y tenía que recurrir al expediente para saber qué atrocidades habían protagonizado. O el caso de Fermín, o Santiago, que estaban allí por abuso de menores.

Población reclusa

Reincidentes, toxicómanos, rateros, suplantadores de identidad, delincuentes violentos, políticos corruptos, condenados por falsedad documental… reclusos que a pesar de sus delitos seguían siendo padres, hijos, maridos que veían como su mundo cambiaba por completo y sus libertades eran coartadas; mientras al otro lado del sistema, el personal funcionario tenía que enfrentarse de manera estoica contra aquellos que no tienen nada que perder y los consideran sus enemigos.

Segundas oportunidades

Qué pronto pasa el tiempo cuando disfrutas lo que estás haciendo. En un pestañear ya estaba recogiendo mi mesa y despidiéndome de esa gente que tan bien me había acogido; al menos, me marchaba con la grata sensación de haber dado lo mejor de mí. Sin duda, hay experiencias que te cambian la perspectiva; no sólo de cómo ves a la población reclusa, también de cómo valoras la labor que hacen todos los profesionales que forman parte del engranaje penitenciario.

La dicotomía de la rutina carcelaria reducida a personas penadas vs personas funcionarias. Dos caras de un mismo sistema, muchas veces incomprendidas y vilipendiadas, donde trabajadores sociales, educadores, juristas, psicólogos y funcionarios de vigilancia trabajan codo con codo para garantizar el bienestar de los reclusos; pero, sobre todo, para que las segundas oportunidades… sí que merezcan la pena.


Redacción: Annabel Navarro.

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Annabel

Técnica en Marketing Internacional. Graduada en Trabajo Social. Orientadora laboral y profesora de español titulada. Autora de ficción. Blogueando desde 2011. Última novela: LA JOYA DE ILLINOIS.

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